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La niebla: Las reglas del juego

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Esa noche tenía muchas ganas de ver una película de esas que te enganchan irremediablemente en su discurrir, tenía ganas de vibrar como lo hice con The Woman (íd., Lucky McKee, 2011) en el pasado Festival de Sitges. Quería emociones fuertes, quería brocha gorda, quería personajazos, y la cagué pero que muy bien. Vi El topo (Tinker Taylor Soldier Spy, Tomas Alfredson, 2011) y me sucedió lo que más quería evitar: me aburrí. No quiero cargar tintas contra la cinta de Alfredson porque posiblemente la engancho en otro momento y me puedo reconciliar con ella, pero simplemente señalo que esa noche no fue su noche. Hambriento, ya en plena madrugada, me puse a rebuscar y supe que La niebla (The Mist, Frank Darabont, 2007) debía ser la elegida. Los secretos que me aguardaban tras sus algo más de dos horas de metraje… Bueno, no me los esperaba.

Nunca me gustó demasiado Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Darabont, 1994), demasiado buena, demasiado luminosa, demasiado sentida, con demasiado sentido. Por eso no había depositado en La niebla atisbos autorales o, mejor dicho, no tenía ninguna intención de analizar estilemas o cosas por el estilo, quería cine directo a las entrañas, el que se ve como si no hubiera mañana, cine hecho para ser devorado antes que visto. Todo eso es justamente La niebla, una cinta llena de urgencias, rapidísima en su concepción y argumento, caótica en su desarrollo, demasiado minimalista para ser una superproducción y demasiado explícita como para que nadie se la tome en serio. Probablemente, es una de esas películas que le esperan a uno en algún lugar muy recóndito de su alma, un film que, como los fósiles de los dinosaurios, se encuentra más que se busca, una casualidad, una cinta que a nadie le importa, un cine innecesario que, a mí, esa noche, me hizo tanta falta.

Si La regla del juego (La règle du jeu, Jean Renoir, 1939) es la cinta más (in)creíble jamás rodada, La niebla es su hermana deforme e imposible porque, si en el film de Renoir todos los elementos dirigidos férreamente se pliegan alrededor del más imprevisto y desolador de los desenlaces, en el de Darabont todo y todos parecen ir a su bola y, al final, todo parece estar conectado sin dejar de presentarse como vertiginoso sinsentido. Una tormenta bestial azota una noche un simpático pueblo de Maine, destrozando líneas eléctricas e infraestructuras y, al día siguiente, muchos de sus habitantes se dirigen al gran supermercado de la población para proveerse y abastecerse tras la catástrofe local. Es un súper de cierta entidad pero allí no se ve mucho más que comida, por lo que me asalta una pregunta: ¿qué van a comprar esas personas? El temporal ha tirado algunos árboles, ha causado desperfectos, es cierto, pero no ha vaciado de alimentos las casas del pueblo, no les ha usurpado su subsistencia. Sin embargo, los personajes van a comprar cosas, no se centran en arreglar y reparar sus casas, sino que van en masa al supermercado. De forma imperceptible debido a la naturalidad con la que aceptamos su conducta, Darabont establece el marco de actuación de la película y sus personajes ante el desastre: si hace siglos íbamos a las iglesias a suplicar por el perdón divino, ahora vamos al súper a consumir. Puesto en palabras puede parecer una situación algo maniquea, pero la magia de La niebla está justamente en tejer un discurso social de enorme potencia sin que éste se coma en ningún momento a la materia prima de la película, que son los actos de los personajes.

Una vez se han reunido, involuntariamente, buena parte de los habitantes del pueblo en el supermercado, la película se convulsiona y, sin razón aparente, una espesísima niebla poblada por vete tú a saber qué bichos cubre todo el pueblo y obliga a los personajes a encerrarse en el establecimiento. Y la trama ya es otra, la puesta en escena ya es otra, el film debe adaptarse a sus nuevas condiciones y lo que debía ser el retrato de una familia de clase media-alta (sus crisis y anhelos, sus relaciones y roturas) se convierte en una irreflexiva disección de los comportamientos de la masa social. Igual que La regla del juego era una historia de amoríos y engaños que terminaba siendo una obra de proporciones cósmicas sin que sus imágenes lo pretendieran, La niebla se encuentra con que filmar una historia de terror es equivalente a filmar el terror de la Historia, esa disciplina que redacta la sucesión de hechos tomando en cuenta de la relación del individuo con la colectividad o, si se quiere ver de otro modo, con Dios. La niebla es también un film sobre nuestra relación con Dios, esa entidad que escondemos tras todo aquello que nos supera. El otro día, perdiéndome en las entrañas de Youtube, acabé viendo algunos vídeos del tsunami de Japón de 2011 y me sobrecogí cuando, bajo los vídeos, había discusiones interminables que enfrentaban a aquellos que decían que el tsunami era un castigo divino por la deriva secularizada que estaba tomando la humanidad y los que les paraban los pies mediante la explicación de la catástrofe natural. Entre aquellos comentarios, algunos se horrorizaban ante la magnitud de la devastación, pero la mayoría ya estaban centrados en el enfrentamiento completamente ajeno al punto de vista humano sobre las imágenes. Su perspectiva me dio mucho miedo, pues era una perspectiva fría, desalmada, observando únicamente el fenómeno y no lo que subyacía bajo las aguas. Esa discusión, por si hiciera falta decirlo, era en inglés, donde abundaban expresiones típicamente estadounidenses, por lo que era sencillo dilucidar desde donde escribían los contendientes. Estados Unidos, primera potencia mundial durante décadas y aún hoy, lleva contemplando al mundo desde su posición de privilegio desde hace tanto tiempo que muchos de sus habitantes deben creer que tienen línea directa con Dios, y supongo que por eso tienen tamaña obsesión con el tema. La niebla trata sobre el enfrentamiento de Youtube que describía llevado fuera de lo virtual, trasladando a los que lo protagonizan al fenómeno catastrófico y obligándolos a reaccionar ante él.

Lo interesante del film de Darabont es su esencia teatral, o de desarrollo en un único escenario si así se prefiere. Al estar encerrados sin posibilidad de escape a causa de las letales criaturas que hay en la niebla, los protagonistas comienzan su calvario intentando averiguar (como sucede en cualquier cinta de estas características) cómo salir de allí. Pronto se dan cuenta que esa no es una opción viable y entonces… Entonces se ponen a pensar, a analizar qué pasa y por qué pasa. Y entonces llega la auténtica catástrofe. Ya decía Goya que el sueño de la razón produce monstruos, y es que cuando los personajes de La niebla comienzan a hacerse la maldita pregunta de “¿qué hemos hecho para merecer esto?”, aparece una cristiana fanática, de esas que corroboran que esto es EE.UU., que comienza a soltar toda la bilis acumulada tras años de ingestión bíblica y, como la muy puta habla bastante bien, va convenciendo lentamente a buena parte de los que la rodean que eso es una plaga enviada por Dios para castigarnos, que vamos a morir todos y que, qué coño, para aplacar la ira del de arriba es preciso sacrificar cada día a alguno de los presentes en el supemercado. Como afortunadamente, o por desgracia para ellos, no todos los presentes están de acuerdo con estas drásticas soluciones, la loca decide que tiene que ser ellos los que deben morir, ya que en su reticencia a ver la ira de Dios manifestada, están impidiendo que ésta quede aplacada, y hasta que no mueran la niebla no se irá. A todas luces estamos ante un enfrentamiento muy dicotómico, que termina siendo de buenos y malos, pero el mérito de Darabont es que, debido a la extrema rapidez con la que los acontecimientos tienen lugar, consigue impregnar a las imágenes de ese extremismo, de esa urgencia, y lo que precisaría de una elevada temporalidad para terminar en esa guerra salvaje entre creencia y razón estalla repentinamente ante la perspectiva de la muerte, como si fuera una enfermedad incubada durante siglos que finalmente devasta ese organismo contaminado llamado humanidad.

Este año hay elecciones en Estados Unidos. De acuerdo a todo lo que hemos ido viendo durante la precampaña (especialmente en los debates para elegir al candidato del Partido Republicano) la idea de Dios (y las ideas de Dios) ha estado muy presente en los discursos de los aspirantes. Finalmente, el elegido por los conservadores ha sido Mitt Romney, mormón y multimillonario, que no parece tan fanático en lo religioso como los demás candidatos. No obstante, estoy bastante seguro de que Dios volverá a tener un papel de mucho peso en la campaña presidencial, aunque lo que me tranquiliza es saber que la mayor pelea que librarán Obama y Romney será en debates televisados, porque si los soltáramos en un supermercado quién sabe lo que podrían hacer al amparo de la niebla.


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